LAS CADENAS DEL ESCLAVO

No se atrevía a hablar, pero movía las esposas una y otra vez ofuscado. Aquel castigo, tener que dormir con los pesados grilletes, era culpa de los alborotadores. Siempre pidiendo, siempre molestando. Por culpa de la última algazara que habían provocado, ahora todos debían aguantar a todas horas tan pesada carga.
Un aro en la muñeca izquierda, y otro en la pierna derecha.
Así se acostó, hablando alto, muy alto, para que todos le oyeran. Aquellas cadenas no serían necesarias si no hubiera algunos que intentaran continuamente revelarse para alcanzar la libertad.
- Si tan valientes son que huyan – decía – en lugar de hacer revueltas que nos implican a todos.
Alguno quiso replicarle que los rebeldes lo que querían era la libertad del pueblo entero pero no se atrevió. Era una locura, le tacharían de alborotador.
Si lo pensó, desde luego era más fácil huir, el problema era donde. Salir de un sitio podía suponerle ser esclavo en otro, o peor, jornalero.

Aquella noche fue especialmente calurosa y las pesadillas acudieron a la mente del satisfecho enfadado. Se movía inquieto de un lado a otro del camastro. Los compañeros le oían mover las cadenas de un lado a otro buscando la mejor postura.
Por la mañana había muerto, se había ahogado a sí mismo con sus cadenas.

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