MARTILLO

Golpeaba la pared una y otra vez, una y otra vez. Cuando la mano le dolía del golpe continuo, cambiaba de mano, y seguía una y otra vez, una y otra vez.
Se acostaba, dormía bajo la pared que golpeaba, despertaba, comía, y volvía a golpear.
Las paredes, el suelo, el techo, eran lo único que conocía, nunca había estado fuera de esa habitación. Golpeaba la pared, pero no por qué quisiera hacer una ventana, no sabía qué era una ventana. Tampoco había visto nunca una puerta, ni se planteaba el misterio de la bombilla del techo. Alguna vez intentó alcanzarla, desentrañar su esencia, saltó incluso, para tocar aquella luz contra las blancas paredes. Pero estaba muy alta, y cejó en su empeño.
Tampoco pensó nunca en el misterio de que la comida estuviera allí, cada vez que el despertaba.
De niño, se dio cuenta que cuando dormía, al despertar, había comida, así que cuando tenía hambre, dormía. Siempre al despertar volvía a haber comida, así que la deducción era de lógica categórica, incluso para él, que no conocía ni la más simple lógica, su sueño; producía comida.
Un día, al despertar, además, apareció un martillo.
En primer lugar, intentó comérselo, y pasó mucho tiempo así, hasta que descubrió para qué podía usarlo.
Ahora, en realidad, él era feliz. Golpeando con la pared de duro mármol la pared, una y otra vez. Sus sueños ya no eran de paredes blancas, si no de golpes de martillo en una pared de piedra.
Despierto, golpeaba la pared, dormido, soñaba que la golpeaba.
No podía inventar dioses, ni extrañas procedencias de las cosas, pues sin idioma, sin imágenes, no se puede pensar. El pensamiento es idioma, y él, privado del conocimiento de la palabra, le era imposible pensar en algo más que el sonido del martillo contra la pared de piedra.
Lo que él no sabe es que cuando habrá la pared, si consigue abrirla antes de morir de viejo, es que lo único que encontrará, es otra habitación, del mismo color, con la misma luz, y con la misma soledad.

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