LOS QUE NOS VENDEN Y LOS QUE NOS COMPRAN


Todo empezó como un día normal, estábamos en la oficina quejándonos a ratos y a ratos trabajando, cuando una de las becarias pidió ayuda para abrir la única puerta de salida del departamento.
- ¿Alguien me puede ayudar? No consigo abrir la puerta.
- ¡Tienes que poder abrir la puerta! ¡Es una puerta anti-avalancha! – dijo un compañero, se levantó y empujó la puerta con un dedo, con firme intención de humillar a la chica. La puerta no se movió, luego la empujó con las dos manos, después apoyando sobre ella todo el peso de su cuerpo. - ¡No se abre!
Nos levantamos casi todos a ver sí podíamos abrirla. Nada, en medio del barullo, sonó un teléfono, el de la secretaría del jefe. Ninguno prestamos mucha atención, era sólo una llamada, sin embargo, cuando empezó a quedarse lívida, todos nos callamos, y nos acercábamos a ella sabiendo que cuando colgara, diría algo importante.
- Unos terroristas nos tienen de rehenes. – Dijo, nada más.
Corrimos todos hacía las ventanas. Abajo, la policía tenía acordonada la calle, una multitud miraba el enorme edificio de oficinas a una distancia prudencial.
Cuando la gente salió del edificio, mi amigo, el que me metió allí, se quitó la corbata: “sólo nos han cogido a nosotros, los de otros departamentos se van, mientras aquí nos quedamos los de ETT”
La sensación de injusticia se hizo más intensa, alguien había dado la orden que los más precarios fuéramos los que nos quedábamos dentro. Mirábamos al suelo compungidos, sin nada que decirnos.
No era miedo, era pena, desoladora tristeza.
Así que decidí que algo se debía hacer, qué algo había que hacer, e intenté vencer la barrera de seguridad del Internet de la empresa para poner mensajes en todas las redes sociales: “nos han vendido a los más precarios” no funcionó, Internet, no funcionó. El de ningún compañero funcionaba, el de ninguno. Sorprendidos, fuimos todos a por los móviles, tampoco teníamos Internet, nos habían inhibido la frecuencia.
Abajo, en medio de la multitud tenía que haber algún periodista, alguien dispuesto a recibir una buena exclusiva, así que todo lo rápido que pudimos escribimos lo que estaba pasando, mucha casualidad nos parecía que fuéramos justo nosotros los que no podíamos salir. Luego tiramos nuestras mal redactadas protestas al vacío.
- Mañana, si los terroristas finalmente nos vuelan por los aires – dijo una compañera – dirán: “¿unos trabajadores de la empresa tal y tal? ¿o dirán el nombre de la ETT?”
Me levanté indignadamente desesperada.
- Yo no moriré aquí – dije, y olvidando lo mucho que me había costado no decir lo que pensaba en realidad, hasta entonces, seguí hablando - ¡odio este trabajo! Odio nuestras empresas, las dos, la que nos vende y la que nos compra. Odio lo poco que nos respetamos a nosotros, y como fingimos todos estar contentos de tener trabajo, mientras somos conscientes de que nos explotan. Y para colmo nos machacamos entre nosotros – y miré intencionadamente al responsable del proyecto, un déspota, nuevo rico, que se negaba a reconocer que la crisis le hizo nuevo pobre, prepotente que no reconocía que lo perdió todo con la crisis y tapaba sus carencias con crueldad hacia los demás.
Agaché la cabeza, me di cuenta que ya no tenía empleo, pasara lo que pasara, mañana yo sería un cadáver, o una parada.
Yo no quería ese trabajo, miseria que me iba a llevar a un funeral de estado, a todos los honores… apretaba los dientes con impotencia, mientras otros compañeros a los que consideraba ovejas incapaces de pensar por sí mismos, - a juzgar por los programas que decían ver por la televisión y los libros que decían leer – se revelaban también en voz alta como yo.
El jefe, el responsable del proyecto se hundía en su silla y ya no sabía si tenía más miedo a los terroristas de fuera o a sus obreritos de dentro. No se atrevía ni a levantar la mirada del ordenador apagado.
Todos gritaban, todos tenían algo que decir, mañana a lo mejor estaría muerta, pero no estaría despedida, no nos podían despedir a todos, parecería sospechoso, y si aquél indeseable estaba vivo mañana, no creo que tenga suficiente capacidad cerebral como para recordar quien fue la primera en dar el discurso internacionalista.
Pensé que era un buen momento para llorar, pero no quería ya, ya no quería llorar. Pero sobretodo no quería morir allí, juguete de intereses cruzados y extraños. Morir por la explosión de una bomba de quienes piden… ¿qué piden estos? ¿Quién nos ha secuestrado? Me preguntaba, ni eso sabíamos.
Entonces empezamos a oír los tiros, ya los que no hubieran soltado su discurso sobre las injusticias de esa empresa no tendrían ocasión. La policía entraba en el edificio, los terroristas disparaban, y nosotros dentro del edificio, nosotros los rehenes.
No quería morir así, a saber quien financiaba a los terroristas, quién había dado la orden de entrar, quién decidió a que empresa atacar, quién decidió no ceder a las peticiones de los armados que nos retenían, quién decidió que era nuestro departamento el que sería tomado como rehén.
No moriría por ellos ni a causa de ellos. Salí a la cornisa. Era un piso número veinte, sin ningún sistema de seguridad, de bajo de mí el vacío, frente a mí un lujoso despacho de un jefazo de otra empresa, tras de mí los gritos de mis compañeros desesperados, jadeantes y sofocados por la angustia, la certeza de la muerte. Una, incluso, fue lo suficientemente buena persona como para, a pesar del caos de gente intentando resguardarse bajo mesas del peor de los contrachapados, acercarse a mí a decirme: “por favor no lo hagas, todo se arreglara”.
Entonces explotó la bomba, y no me dejó la gloria del salto, si no que me lanzó con su honda expansiva.
Volé, volé como vuelan los pájaros, solo que con un patético movimiento de piernas, como si quisiera caminar sobre el aire. A pesar de la distancia, en realidad, oí con más claridad los gritos de terror de los espectadores de abajo, que los de compañeros tras de mí.
Frente a mí, un lujoso despacho de un jefazo de la empresa del edificio de enfrente. Desalojado por la precaución que la ocasión merecía. Seguro que el ilustre señor tenía una excelente puerta, pero la ventana se rompió a la primera, el cristal no era muy bueno.
El tiempo se detuvo cuando me vi en la moqueta, miraba a mi alrededor, y me quitaba en un gesto maquinal los cristales de las rodillas y los codos. Sin tomar conciencia de lo sucedido, sin ser capaz de mirar atrás para ver aquella que fue mi oficina con todos mis compañeros muertos.
Ahora me pasó los días de plato en plato de televisión explicando lo que es una honda expansiva – par de palabras que antes me hubieran parecido de otro idioma – y cómo me había lanzado, sin dañarme, ya que entre mi cuerpo y ella no hubo metralla.
Soy una heroína nacional, todos conocen mi nombre y mis dos apellidos. Todas las televisiones resaltan mi presencia en los funerales de estado de mis compañeros.

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